Morante se vació al completo en Madrid y conmocionó a la plaza, que hoy recuperó su cordura y volvió a rugir como ninguna otra ante una obra de arte, la inspiración pura, el toreo en carne viva, el desgarro hiriente de un lance a la verónica con los riñones metidos y las muñecas de orfebrería.
Morante, un ángel venido de La Puebla para convulsionar Madrid, detuvo el tiempo. Literalmente. Tanto, que cuando salía un último toro un operario tuvo que subir a darle cuerda al reloj. Era lo menos que podía pasar cuando uno ve un recital como el del sevillano. Con el capote y la muleta. Se hablará mucho, mucho tiempo, de la faena de Morante.
El único que no quiso sumarse a la fiesta fue el Juan Pedro, que se acabó en la primera serie y dejó a todos, a Morante el primero, con la miel en los labios. No es justo. Y no es menos cierto que, hasta que el toro se paró, y también después, Morante se hinchó a torear, roto como pocos, inspirado como nadie, desgarrado como ninguno.
El recital del toreo a la verónica fue de órdago. ¿Paula con el toro de Benavides, hace 22 años? Superior. El que escribe no ha visto torear nunca tan despacio, tan a cámara lenta, tan deteniendo el tiempo en una verónica por el pitón izquierdo.
El recital comenzó nada más salir el toro por chiqueros. A la verónica, meciendo la capa, con plasticidad y hasta ternura. El galleo por chicuelinas no fue de esos de al paso, sino toreando en cada lance, embarcando al de Juan Pedro de frente y llevándolo toreado. ¿Quién dijo que la chicuelina es un lance menor? No en manos de un genio.
Pero quedaba la fiesta mayor. Un quite histórico, de los que recogerán las hemerotecas. A la verónica, hundidas las zapatillas y el mentón, metidos los riñones, firme el capote pero con manos de seda. Una, dos, tres y cuatro verónicas como cuatro carteles de toros; dos desgarros del alma por el pitón izquierdo. No se puede torear más despacio. Ni la superlenta es capaz de detener tanto el tiempo. Antológico.
Pero Morante, enrazado a más no poder, quería más. Y no permitió que ningún compañero entrase en quites. Era su fiesta, su recital, su obra maestra. Y a golpe de chicuelina continuó esculpiéndola. ¡Joder como ha toreado Morante de capa!.
No terminó ahí la traca, había para más, para mucho más. Lo que quiso aguantar y lo que no el toro de Juan Pedro. La primera serie, en redondo, fue colosal. Trayéndose y soltando al toro por dentro, a cámara lenta, rompiéndose, hiriéndose el alma en cada muletazo. La plaza se vino abajo y el cabrón del toro también. ¿Del toreo a la bravura? Y un cuerno, a la basura mejor.
Se apagó el toro más no la inspiración de Morante. Por uno y por otro pitón. Por los dos se puso, de frente, a pies juntos, templado siempre, provocando cuando el bruto dijo nones. Hay que ser desgraciado para no embestir cuando un genio así te cita y te embarca.
Morante pinchó y después dejó una estocada baja ¿Y qué? ¿Acaso su oreja vale menos que todas las cortadas juntas esta feria? Si Madrid fuese Madrid, a Morante lo habrían sacado en hombros. Vale ya de reglamentos absurdos. Esto es torear.
La corrida tuvo esa historia y ninguna más, fundamentalmente, porque la corrida de Juan Pedro apenas se tuvo en pie y se apagó en un suspiro. Dos fueron a los corrales y otro par de ellos lo merecieron. El sexto duró un poco más y no fue mal toro, pero tenía menos fuerza que Rajoy en el Congreso.
Manzanares abrevió con el borrico tercero se gustó por chicuelinas muy templadas con el quinto pero después se empeñó en pegar muletazos a un mueble.
Confirmó el joven Rubén Pinar, dispuesto con sus dos toros. El primero no duró nada y aun así el albaceteño se pasó un rato en la cara, con tranquilidad y llevando bien al Juan Pedro. Con el buen sexto aprovechó las arrancadas, aunque la tarde se había decantado mucho antes. Había sido de Morante. Y sus compañeros no pudieron más que ser testigos de lujo de algo histórico.